Intervención del presidente del Gobierno durante la conmemoración del 80º Aniversario de la muerte de Antonio Machado y del inicio del exilio español

24.2.2019

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Colliure

Buenos días a todos y a todas.

Albert Camus dijo que "fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma y que a veces el coraje no obtiene recompensa".
Fue, en efecto, en España donde se libró la primera batalla que enfrentó en el siglo XX a quienes defendían la libertad contra los que defendían modelos totalitarios de sociedad. Y quienes llevaban la razón --la razón de la democracia-- fueron derrotados. Ese fue el principio de una larga dictadura en España y de un largo exilio de cientos de miles de seres humanos, de españoles y españolas, muchos de los cuales comenzaron su travesía en campos de concentración como el que se encontraba aquí, en Argelès-Sur-Mer, o en Saint-Cyprien, en Le Barcarès, en Septfonds, en Gursy, en tantos otros.

Hoy estoy aquí para recordarlos a todos en nombre de España, para rendir homenaje a aquella democracia española que fue derrotada por la tiranía, rendir tributo a aquellos que dieron lo mejor de sí mismos luchando para que eso no volviera a ocurrir en nuestro país.

Francesc Boix, cuya historia es ejemplar, fue uno de ellos. A los dieciocho años combatió en el Ejército de la II República. Un año después, en 1939, atravesó la frontera francesa camino del exilio. Era joven y a pesar de la desolación de la derrota, conservaba el ideal de un mundo mejor. Boix no había tratado de defender la libertad en España, sino la libertad a secas. Por eso, no quiso quedarse de brazos cruzados cuando estalló la Guerra Mundial en la que, otra vez, el fascismo amenazaba con destruirlo todo. Se enroló en el ejército francés y participó en la Resistencia para expulsar a los nazis del país. De nuevo le capturaron y, esta vez, fue enviado a uno de los campos de exterminio más sombríos del terror nazi: el de Mauthausen. Tenía entonces 20 años.
Allí, en Mauthausen, Francesc Boix siguió luchando por la libertad de Europa. Escondió durante cinco años muchos negativos fotográficos que probaban los crímenes que se habían cometido en el campo. Esos negativos, guardados con riesgo de su vida, fueron decisivos en los juicios de Núremberg para demostrar la culpabilidad de muchos jefes nazis y para condenarlos. Cuando murió, a los 30 años de edad, por él había pasado toda la historia de Europa.

Boix forma parte de la memoria democrática de España y de Europa, de esos cientos de miles de españoles y españolas que habrían querido no ser héroes, pero que lo fueron; de esas personas que pagaron con el exilio, con su libertad y con su vida la defensa de la democracia.

Eso es Europa. Esos valores de tolerancia, de fraternidad, de libertad, de convivencia serena; esos valores que únicamente aspiran a que cada ser humano pueda tener un proyecto de vida personal, sin sometimientos.

Y todo eso se construyó entonces, en esas guerras libradas contra el fascismo. La de España fue la primera y la más larga, porque duró cuatro décadas, porque las guerras no terminan hasta que todos los ciudadanos y ciudadanas pueden regresar a sus casas y reemprender la vida que abandonaron. El exilio también es guerra, el exilio también es ferocidad y desolación.
No se me ocurre, amigos y amigas, una condena más terrible para un ser humano, como es el abandonar a la fuerza a tu gente, abandonar el paisaje en el que has crecido; abandonar tu profesión, abandonar tus objetos, tus costumbres felices, abandonar -incluso-- tu propia lengua, como tuvieron que hacer Francesc Boix y todos los exiliados y exiliadas que buscaron refugio en Europa. Abandonar, en suma, todo lo que eres. Abandonar tu identidad.

Dos de las personas que se vieron obligadas a abandonar España en 1939 --al final de la Guerra Civil-- fueron Antonio Machado y Manuel Azaña. Uno de los mejores poetas que ha dado la literatura española de todos los tiempos y el último presidente de la II República de España. Dos personas cultas, dos personas dialogantes, dos personas pacíficas, creativas, sensatas, tolerantes; dos personas que cualquier país habría querido tener entre sus ciudadanos. Los dos murieron en Francia, lejos de su tierra: Manuel Azaña, en Montauban; y, Antonio Machado, en un pequeño hotel de Colliure, aquí cerca.

Hoy he tenido la ocasión de visitar sus tumbas y de dejar en ellas, en nombre de España, el respeto de su patria que un día les fue negado. Es tarde, es muy tarde, es cierto. Han pasado muchos años desde que tuvieron que marcharse. España tendría que haberles pedido perdón mucho antes por la infamia. Tendría que haberles pedido perdón a ellos y a ellas, a tantos y tantos otros y otras que estuvieron en la misma lucha y que permanecen hoy casi olvidados, como Fernando Varela, el último presidente del Gobierno de la República en el exilio, enterrado en París. España tendría que haberles pedido perdón mucho antes. Y lo hace hoy, a deshora, pero lo hace con el orgullo de recuperarlos para siempre.

Manuel Azaña y Antonio Machado fueron dos hombres ilustres, dos hombres abnegados y con una voz poderosa que, a través de sus escritos, sus discursos y de la memoria que de ellos han dejado otros, nos habla aún. Una voz tan poderosa como para atravesar un siglo y conservar su sosiego y su sabiduría intactos. El Juan de Mairena de Machado o las Memorias de guerra de Azaña son libros que podrían haber sido escritos perfectamente en el año 2019. Machado y Azaña escribieron para todos los españoles y hoy son leídos por todos los españoles y españolas, sean nietos de quienes sean y tengan los recuerdos que tengan. Son leídos por todos los españoles y españolas porque sus palabras nunca fueron de confrontación, sino de encuentro.

Y ese hecho es la prueba -una de las pruebas- de que la Constitución de 1978 restauró los valores y los ideales de la República de 1931. Puso de nuevo en marcha el corazón parado -el corazón helado, que diría Antonio Machado- de la España moderna, audaz y abierta que habían inaugurado las Cortes de Cádiz en 1812 y que la república española de entonces relanzó con entusiasmo. Una España que nunca ha renunciado a la libertad a pesar de los golpes, de las cadenas y de los exilios que ha tenido que sufrir a lo largo de su centenaria historia. Esa es la España con la que soñó Azaña: una España unida, diversa, democrática, tolerante y en continuo progreso; una España que basa en la educación y en la ciencia el desarrollo de su sociedad.

Antonio Machado y Manuel Azaña fueron dos españoles insignes y puede que, por lo tanto, nos representen simbólicamente. Lo hacen, sin duda alguna. Pero el exilio español de 1939 no estuvo sólo compuesto de élites insignes, sino sobre todo de ciudadanos corrientes que tenían vidas anónimas: jóvenes que querían ser fotógrafos --como Boix--, o sastres --como su padre--, jóvenes que querían ser obreros manuales, abogados, dependientes, pequeños empresarios, contables, maestros, linotipistas, qué se yo. Un trozo del país, una de sus partes que fue amputada.
Hay un poema hermosísimo del poeta donostiarra Karmelo Iribarren que me lleva a imaginar a esos hombres y mujeres del exilio después de abandonar su país. Decía lo siguiente:

"La vida sigue -dicen-,
pero no siempre es verdad.
A veces la vida no sigue.
A veces solo pasan los días".

Estoy seguro de que muchos de ellos sentirían ese desaliento absoluto y pensarían que los días que estaban por venir serían sólo un tiempo vacío en el que no habría ya vida, pero la experiencia les demostró que esto no era verdad, que se equivocaron. La vida poco a poco continuó y ellos comenzaron a encontrar su nuevo lugar en el mundo. Algunos volvieron a luchar por la libertad, como Francesc Boix o como el joven Jorge Semprún, que antes de cumplir veinte años ya era partisano de la Resistencia. Otros lucharon por la prosperidad de los países que les habían acogido, aprendieron su lengua, comenzaron a darles su esfuerzo y lo mejor de sí mismos, como tuve la ocasión de ver -por ejemplo- en México hace escasas semanas.
El sastre --en consecuencia-- hizo trajes, el científico encontró un laboratorio para investigar, y el arquitecto diseñó casas. Engrandecieron con su trabajo el lugar en el que estaban. A todos ellos y a todas ellas, también, la sociedad española y el Gobierno de España pide perdón.

Y de la ausencia de todos ellos y todas ellas debe lamentarse, pues sus afanes y su laboriosidad habrían servido para construir un país mejor, no sólo un país mucho más abierto, más reconciliado, sino más floreciente económicamente y, en consecuencia, más venturoso.

En la época de la República, las mujeres --por fin-- se pusieron en pie y reclamaron la dignidad que durante muchísimos años les fue negada. Desgraciadamente, la guerra, primero, y la dictadura, después, detuvieron todas las conquistas que habían comenzado. El sueño de la igualdad, recién iniciado, se desvaneció. Y algunas de las mujeres más valiosas de la España de aquel tiempo marcharon al exilio y pasaron por Francia o se instalaron en ella. Ellas fueron mujeres como: Victoria Kent, como Rosa Chacel, como Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, María Zambrano, Margarita Nelken, Dorotea Barnés, Remedios Varo o Federica Montseny. Todas ellas abandonaron su patria para poder seguir viviendo en libertad.
Pero, como decía antes, a esas mujeres reconocidas les acompañaron miles de mujeres anónimas. Muchas veces las mujeres -esas mujeres valientes del exilio- fueron las primeras en obtener recursos, ingresos para reconstruir los hogares perdidos, para mantener la moral alta, para transmitir la memoria y para sostener viva la esperanza del regreso. Aquellas mujeres admirables, anónimas, combativas y custodias de la memoria son un ejemplo para todas las mujeres que todavía hoy continúan la lucha de la igualdad. Son, en definitiva, un ejemplo para todos y para todas, para el conjunto de la sociedad española.

Con mis palabras, no quiero, amigos y amigas, llenar el exilio de romanticismo ni de épica, porque no lo tiene. El exilio es abominable siempre. Es fácil imaginar que estas playas hermosísimas y que estos paisajes formidables se convirtieron para aquellos que estaban refugiados aquí, lejos de sus casas, en un lugar inhóspito y doloroso. Sintieron frío, sintieron hambre y sintieron, sobre todo, la crueldad de estar apartados de lo que más amaban que era su propia tierra.
Antonio Machado llegó a Colliure en febrero de 1939 y se alojó con su madre y con su hermano, José, en un hotel que se llamaba Bougnol-Quintana. Su estado de salud y su estado anímico estaban completamente deteriorados y tuvo una premonición: un día bajó al comedor y le entregó a Pauline Quintana --la dueña del hotel-- un pequeño joyero lleno de tierra y dijo lo siguiente, dijo: "Es tierra de España. Si muero en este pueblo quiero que me entierren con ella".

Machado era un hombre de letras, ilustrado, cosmopolita, pero sintió esa necesidad simbólica de aferrarse a la tierra, a algo que pudiera tocarse con los dedos. En ese pequeño joyero no estaba en realidad un puñado de tierra sino los álamos de Soria, los patios de Sevilla, su hermano Manuel, la difunta Leonor y la escritura de Cervantes. Todo lo que para él había sido y supuesto España.
Eso es el exilio. Una patria guardada en un cofre, una patria hecha de tierra que se ha perdido. Aquel momento de la historia, amigos y amigas, hace ya 80 años, fue el principio de la Europa que conocemos y que deseamos. Se luchó por la libertad y se comenzó a fraguar la idea de que nuestras identidades están unidas por una serie de valores, que tenemos patrias distintas pero una única concepción del ser humano.

Francesc Boix o Jorge Semprún -que, por cierto, escribió la mayoría de sus libros en francés, una lengua que no era su lengua materna- fueron europeos antes de que existiera Europa. Europa llegó a existir por todos ellos y por todas ellas, por esos hombres y mujeres que en aquel tiempo se levantaron contra la ridícula idea de que la libertad no sirve para nada.
Esta semana hemos visto en muchos países de Europa y, también, aquí, en Francia, que se han profanado cementerios con decenas de tumbas de judíos. En toda Europa suenan vientos de xenofobia. Las patrias que durante tantas décadas habían sido espacios de encuentro, vuelven a serlo de conflicto.
Las fronteras invisibles vuelven a tener muros. Los puertos no dejan atracar barcos llenos de personas enfermas o hambrientas. En definitiva, como bien decía Tony Judt: "Algo va mal".
Y no podemos consentirlo. Es tiempo de recordar, de reivindicar. Es tiempo de volver la vista atrás y acordarnos ahora de los cientos de miles y miles de exiliados y exiliadas españoles que tuvieron que romper sus vidas como consecuencia del fanatismo y la brutalidad del fascismo.
Acordémonos de ellos, como también nos acordamos de los franceses, de los alemanes, de los italianos, de los británicos, de los polacos, que también tuvieron que romper sus vidas para salvar a Europa, para construirla.

Uno de los últimos textos de Antonio Machado, que escribió, fue un prólogo para cuatro discursos de guerra de Azaña. Y, en ese prólogo, con amargura, pero aún con vigor, hizo una apelación encendida que me gustaría pasar a compartir con vosotros y con vosotras. Decía Machado: "España necesita de todos y ninguna voz española dejará de ser escuchada a su tiempo. Creo -continuaba el poeta--, sin embargo, que hay una posición frívola e incomprensiva de muy escaso provecho para el porvenir: la de aquellos españoles que, ante el hecho indudable de la invasión, piensan que puede haber para ellos un puesto enteramente marginal en la contienda, donde les sea dado trabajar para una España futura". Y decía el poeta: "No, la España futura, esa tercera España de la que nos hablan, o no será nada con el triunfo total de sus adversarios, o se está engendrando en las entrañas sangrientas de la España actual".

En definitiva, el poeta lo que nos viene a decir es que no cabe la indiferencia, que no cabe creer que todo se resolverá sin nosotros y nosotras, y que luego podremos empezar a construir poco a poco. No es así, no cabe la indiferencia, no cabe mirar hacia otro lado, no cabe pensar que el antisemitismo, la homofobia, la xenofobia o el nacionalismo excluyente son pequeños vientos sin importancia que se van a apagar por sí solos. No cabe imaginar una tercera Europa. Hay que respetar las tumbas. Hay que olvidar las razas. Hay que honrar la libertad. Hay que abrir las fronteras y crear puertos hospitalarios. Esa es la idea que defendemos, la idea de una Europa abierta, la idea sobre la que se construyó la mejor época que hasta ahora ha conocido la Humanidad.
En el día de hoy, cuando se cumplían dos años del inicio de la Guerra Civil, Manuel Azaña pronunció un discurso en Barcelona que ya ha quedado para la historia, para la historia de la política grande, de la política con mayúsculas. Azaña decía lo siguiente: "Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia, y con el odio, y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección, la de esos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que, ahora, abrigados en la tierra materna -decía Azaña-, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían con los destellos de su luz, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz. piedad y perdón.

La antorcha ahora está en nuestras manos, en nuestra generación, y debemos repetir incansablemente ese mensaje: paz, piedad y perdón. Paz, piedad y perdón.
Quiero terminar recordando la frase de Camus con la que empezaba estas palabras: "Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado".
Dos meses antes de morir, Antonio Machado concedió una entrevista a un periodista ruso, y en ella dijo lo siguiente, dijo el poeta: "Esto es el final. Cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra". Pero el poeta concluyó: "Humanamente, no estoy tan seguro. Quizá la hemos ganado".

Hoy, 80 años después, no hay ninguna duda: humanamente ganaron la guerra.
Gracias.

(Transcripción editada por la Secretaría de Estado de Comunicación).

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